La violencia física en la infancia no solo deja marcas en la piel: deja huellas profundas en el cerebro. Desde la neurociencia, se ha demostrado que cada vez que un niño es golpeado, su sistema de estrés se activa como si estuviera en peligro de vida. Se liberan hormonas como el cortisol, alterando zonas clave como la amígdala y la corteza prefrontal, responsables del miedo, la regulación emocional y la toma de decisiones.
Eduardo Calixto, en El amor y el desamor en el cerebro, explica que un niño criado bajo violencia aprende que amar duele, que hay que cuidarse incluso de quienes deberían protegerlo. Esa experiencia moldea la forma en que ese niño, ya adulto, se relaciona en pareja, en el trabajo o con sus hijos: puede tener reacciones exageradas, miedo a intimar, o desconectarse emocionalmente para no sentir.
Pero no todo está perdido. Gracias a la neuroplasticidad, es posible reprogramar estas rutas emocionales. Psicoterapia, vínculos seguros, trabajo corporal y prácticas de mindfulness ayudan a construir nuevas formas de vivir y amar. No para borrar el pasado, sino para que no defina el futuro.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario